Este 2023 me he sentido mayor y cansado, muy cansado. La vida laboral se ha ido comiendo mis días a mordiscos, mis noches a insomnios y mis nuevos proyectos personales han quedado en la orilla como pecios tras el naufragio. Quizá sea esta sensación de transición hacía ningún lado; quizás esta estúpida sensación de paréntesis abierto y sin cierre, quizás que me he resumido a ir salvando envites de cada día sin tiempo para ponerme plazo..
Recordaré varias tardes de vuelta a casa con el pecho a punto de romper , con la cabeza sin respuesta, con el sentimiento aletargado y el aliento arañado por un llanto sin lágrimas de esos que hacen herida por dentro. La percepción de no poder salir de esta jaula de cristales transparentes, de este laberinto de espejos. Y la incomprensión de mí mismo ¿Cómo es posible que haya llegado a esto yo que siempre tenía la mochila llena de armas de defensa?
Y así se han ido rompiendo los días hasta final de noviembre y de repente, cuando menos lo esperas, la muerte cercana. Lo imprevisible del fin del tiempo que hace que apreciemos más el tiempo. El tiempo propio que se acaba con la muerte, con el interruptor que enciende y apaga sin preaviso. La incomprensión, si es que alguna vez puede entenderse la muerte de un amigo como no puede entenderse la muerte propia.
Y yo me iré y se quedarán los
pájaros cantando, y la vida que corre al lado, las tardes que naranjean
mientras tanto, las mañanas que silban indiferentes por el barrio, la niebla
fría y angosta del invierno en esta ciudad sin calles.
Como si ya no quedara tiempo para darse más plazo. Ya vale.
Por eso quiero escribir este post 699 ya,
sin demora. Porque tengo ganas de escribir de nuevo, de leer a borbotones, de hacer nuevas fotos, de
romper la tristeza a partir del 700 y dejar esta pesadumbre que se hace
cansina como un lunes de pandemia.