Aquella mañana hacía frío, ese dulce frío de invierno aderezado por un sol que no calienta y que sin embargo llena todo de luz. Era sábado, un sábado normal, una cita normal con amigos de esos a los que dices ven y no te preguntan para qué. No había familiares, solo familia, no más de treinta personas y sobre todo nosotros, con una alegría sin puertas y una ilusión a manos llenas. Todo fue como quisimos que fuera, sin trajes largos, sin besos a desconocidos, sin homilías desoídas llenas de palabras vacías. Recuerdo como estábamos sentados, cogidos de la mano y sonaban las mismas canciones de misa de hace tiempo, esas canciones como oraciones o esos rezos en forma de música que moldearon el dios de mi infancia. Te vi guapa en esa normalidad sin disfraces, muy guapa con tu cara limpia y sin dobleces y te quise hasta morirme mientras te miraba.
Ahora diez años después, oigo tu voz cuando estoy en silencio, siento tu compañía cuando estoy solo y me recreo en tu sonrisa cuando me vienen las lágrimas. Hay noches en las que nos hacemos agua juntos y vamos remontando como un río el deseo de nuestros cuerpos tibios, otras noches sin embargo, pones tranquila la mano en mi cara para que las tribulaciones no se coman mis sueños, pero de una u otra forma lo que siempre quiero es dormirme abrazado a ti y sonrío mientras protestas reclamando el espacio al que nunca renuncias, porque eso te hace ser tú misma, distinta a mi y que es justo por lo que más te quiero.